El siguiente texto fue
escrito por Miguel Delibes en el año 1955. Y yo lo suscribo, casi punto
por punto, especialmente los párrafos tercero, cuarto y quinto.
LA CRISIS DE LA DIDÁCTICA
Si la Didáctica es el arte de enseñar, es obvio que tal arte debe ejercerse no sólo desde la cátedra, sino también desde el libro. Al estudiante universitario suele abandonársele un poco a sus propias fuerzas, pensándose quizá que ya es mayorcito, siendo así que un examen superficial de ciertas obras de texto de rango superior nos revelan la necesidad de protección que tiene el estudiante en todas las fases de su vida.
Desacreditado, aunque no es desuso, está el sistema de los apuntes, ya que todo libro, aun el menos sistematizado, aventajará en algo a aquéllos. Esto equivale a decir que no debiera haber asignatura sin un texto básico, y conveniente sería exigir que este libro se ajustase a una elemental línea didáctica.
A menudo, los libros que aspiran a lograr una eficacia en la enseñanza, son oscuros cuando no impenetrables. Los autores de libros destinados a la formación intelectual de la juventud, olvidan con frecuencia su elevada misión. No es difícil observar en estos textos antes una finalidad de lucimiento personal que una eficienca docente. Este es un grave mal. El profesor que tras años de esfuerzo dominó una materia, no se resigna, a veces, al escribir un libro, a enterrar su erudición. Olvida igualmente que el secreto de la didáctica reside en tender un puente asequible entre el maestro y los discípulos, y que ese puente no puede ser otro que un libro afortunado, un libro esencialmente didáctico.
A veces se confunde en nuestro país la elevación con la complejidad. Hay quien considera una flaqueza un libro científico claro, supuesto que para él la ciencia es sinónimo de hermetismo. Ortega y Gasset ha demostrado que las ideas elevadas pueden expresarse sencillamente. No puede negarse que Ortega haya influido en la manera de pensar de muchos españoles, pero lo que no puede decirse es que les haya enseñado a escribir. Cada día es mayor el número de libros antididácticos que circulan por nuestros centros docentes. Y no sólo no cunde en este aspecto el ejemplo de Ortega, sino que, por el contrario, entre nuestros intelectuales se tiene a gala esconder las ideas más simples bajo un lenguaje inextricable. Las nobles ideas nada ganan arropadas en una terminología conceptuosa. El gran enemigo de nuestro idioma es la pedantería.
Diríase que en nuestro país nadie se conforma al escribir un libro con sistematizar unos conocimientos. Cada autor apunta a descubrir las raíces metafísicas de su pedazo de ciencia. Considera factible que el alumno asimile en nueve meses los conocimientos que a él le costó nueve años embotellar. Ignora o cierra los ojos a la realidad. No le importa que su juvenil auditorio se mueva entre nubes si ha dejado a salvo su prestigio de hombre profundo.
Yo recuerdo a estos efectos la lucha atroz que en mis tiempos suponía enfrentarse con la lista de los reyes godos o con la Edad Media de la Historia de España. Los alumnos nos perdíamos en un intrincado galimatías de nombres y fechas. No acertábamos a distinguir si Recesvinto tenía mayor importancia que Recaredo o a la inversa. Sabíamos quién era Sancho IV, pero no lo que era el Privilegio de la Unión. Conocíamos la fecha en que se produjo la Revolución Francesa, mas ignorábamos lo que era el absolutismo. En una palabra, el sistema prolijo de enseñar la Historia a través de los nombres de sus protagonistas, nos llevaba a conocer figuras grises y anodinas y a ignorar el significado de las más grandes instituciones. Los historiadores olvidan con lamentable frecuencia que hay muchas figuras que ni siquiera merecen el insignificante honor de ser citadas en letras de molde.
Un elemental principio didáctico nos enseña que el maestro debe colocarse a la altura de los discípulos más romos, si quiere que su labor resulte provechosa. No es un mérito sacar un sabio del superdotado, sino sacar a flote, con los conocimientos precisos, a las inteligencias más precarias.
La didáctica es el arte de enseñar, siquiera algunos pedagogos modernos se obstinen en transformarla en el arte de anonadar.
LA CRISIS DE LA DIDÁCTICA
Si la Didáctica es el arte de enseñar, es obvio que tal arte debe ejercerse no sólo desde la cátedra, sino también desde el libro. Al estudiante universitario suele abandonársele un poco a sus propias fuerzas, pensándose quizá que ya es mayorcito, siendo así que un examen superficial de ciertas obras de texto de rango superior nos revelan la necesidad de protección que tiene el estudiante en todas las fases de su vida.
Desacreditado, aunque no es desuso, está el sistema de los apuntes, ya que todo libro, aun el menos sistematizado, aventajará en algo a aquéllos. Esto equivale a decir que no debiera haber asignatura sin un texto básico, y conveniente sería exigir que este libro se ajustase a una elemental línea didáctica.
A menudo, los libros que aspiran a lograr una eficacia en la enseñanza, son oscuros cuando no impenetrables. Los autores de libros destinados a la formación intelectual de la juventud, olvidan con frecuencia su elevada misión. No es difícil observar en estos textos antes una finalidad de lucimiento personal que una eficienca docente. Este es un grave mal. El profesor que tras años de esfuerzo dominó una materia, no se resigna, a veces, al escribir un libro, a enterrar su erudición. Olvida igualmente que el secreto de la didáctica reside en tender un puente asequible entre el maestro y los discípulos, y que ese puente no puede ser otro que un libro afortunado, un libro esencialmente didáctico.
A veces se confunde en nuestro país la elevación con la complejidad. Hay quien considera una flaqueza un libro científico claro, supuesto que para él la ciencia es sinónimo de hermetismo. Ortega y Gasset ha demostrado que las ideas elevadas pueden expresarse sencillamente. No puede negarse que Ortega haya influido en la manera de pensar de muchos españoles, pero lo que no puede decirse es que les haya enseñado a escribir. Cada día es mayor el número de libros antididácticos que circulan por nuestros centros docentes. Y no sólo no cunde en este aspecto el ejemplo de Ortega, sino que, por el contrario, entre nuestros intelectuales se tiene a gala esconder las ideas más simples bajo un lenguaje inextricable. Las nobles ideas nada ganan arropadas en una terminología conceptuosa. El gran enemigo de nuestro idioma es la pedantería.
Diríase que en nuestro país nadie se conforma al escribir un libro con sistematizar unos conocimientos. Cada autor apunta a descubrir las raíces metafísicas de su pedazo de ciencia. Considera factible que el alumno asimile en nueve meses los conocimientos que a él le costó nueve años embotellar. Ignora o cierra los ojos a la realidad. No le importa que su juvenil auditorio se mueva entre nubes si ha dejado a salvo su prestigio de hombre profundo.
Yo recuerdo a estos efectos la lucha atroz que en mis tiempos suponía enfrentarse con la lista de los reyes godos o con la Edad Media de la Historia de España. Los alumnos nos perdíamos en un intrincado galimatías de nombres y fechas. No acertábamos a distinguir si Recesvinto tenía mayor importancia que Recaredo o a la inversa. Sabíamos quién era Sancho IV, pero no lo que era el Privilegio de la Unión. Conocíamos la fecha en que se produjo la Revolución Francesa, mas ignorábamos lo que era el absolutismo. En una palabra, el sistema prolijo de enseñar la Historia a través de los nombres de sus protagonistas, nos llevaba a conocer figuras grises y anodinas y a ignorar el significado de las más grandes instituciones. Los historiadores olvidan con lamentable frecuencia que hay muchas figuras que ni siquiera merecen el insignificante honor de ser citadas en letras de molde.
Un elemental principio didáctico nos enseña que el maestro debe colocarse a la altura de los discípulos más romos, si quiere que su labor resulte provechosa. No es un mérito sacar un sabio del superdotado, sino sacar a flote, con los conocimientos precisos, a las inteligencias más precarias.
La didáctica es el arte de enseñar, siquiera algunos pedagogos modernos se obstinen en transformarla en el arte de anonadar.
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